lunes, 26 de junio de 2017

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Hoy hago un inciso, no os pongais nerviosos. Es de esos raros días en que si no hablo reviento, aunque mi sonido se reabsorba en este agujero negro del silencio.
Hoy dejaré de hablaros por una vez de silencios y gritos sordos. Porque hoy quiero hablar de sonidos, sonidos audibles, entiéndase. Concretamente de una canción.
Cualquiera puede escribir sobre una canción. Lo importante es lo que escribas de ella. En mi caso, cuando la canción lleva días sonando en mi cabeza y en mis oídos, se juntan necesidad y deseo cuando afronto estas líneas. Es cuando la música te obliga finalmente a escribir cuando te das cuenta que realmente hay algo en tu interior que se moviliza y clama por expresarse, por decirse, por trazarse.
Que conste que no es una canción perfecta, pero se acerca. Es resultado del buen uso de la conjunción de talento y medios, lo cual no es siempre habitual. El planteamiento es excelente, y adoro algunas líneas tenues que llega a marcar. Una de ellas es ese atrevimiento de reducir el imperio de lo melódico, para dejar que se inmiscuya lo armónico y lo percusivo. En estas músicas la melodía impera con brazo de hierro, reducir su poder y resaltar todo el acompañamiento en igualdad de condiciones es algo transgresor y hermoso. Sí es cierto que, en uno de sus fallos, (y en contradicción con lo anterior) pecan de sobrecargar de elementos protagonistas el tema, cuando deberían seguir incidiendo en ese planteamiento que habían apuntado, dejar alguna parte en la que lo secundario fuera lo principal. Lo melódico enriquece, pero tanto canto africano, melodía bretona, canto bretón y rap dejan poco lugar a ese silencio melódico que no obstante llegan a dejar intuir.
También es deliciosa esa rotura armónica que hacen al comienzo de una parte (el que lo escuche lo entiende) dentro de esa transparencia cristalina, dentro de esa producción exquisita que casi deja contemplar las cuerdas vocales de los cantantes, dentro de esa minuciosidad juegan a romper lo armónico, dejar un par de acordes imprevisiblemente rotos, ¡y aciertan!
Un fallo, si así se puede nombrar, es que alcanzan el culmen demasiado rápido, lo que se consigue en el primer minuto de canción ya no se supera (salvo la elegancia en las últimas vueltas de ese efecto de “melodía percusiva”), no siguen ese habitual patrón progresivo de intensidad. La diferencia es que en este caso, no parece que hacerlo así sea intencional, sino colateral.
Y el último fallo, quizás el único real, puede que los anteriores sean tiquismiqueces mías. Pero este no, claramente. No hay necesidad de esos golpes rítmicos al final de la canción, con sabor ochentero-noventero, me da igual que sean samplers, orquesta o teclado, pero ¡desprenden un aroma rancio impropio de todo el planteamiento!
Tras lo anterior: filosofía.
¿Cómo puedo buscar algún fallo a una canción que supera los límites de lo mejor que pueda hacer o imaginar musicalmente yo en toda mi vida? ¿Cómo me atrevo siquiera a insinuar fallos? Alguien hace una obra maestra y de repente nosotros, todos, tenemos opinión. Y es hermoso y terrible que nos pongamos al mismo nivel nosotros, vagos, incapaces y perezosos muchos a apuntar errores y “falsas opiniones fundadas”. Lo malo es que lo contrario tampoco me vale, no podemos afrontarlo con la mirada de un campesino cuando ve una catedral… pero… ay, ¿dónde nos ubicamos?
En mi caso voy a remarcar la enorme admiración que siento, el buen criterio general seguido, las buenas indicaciones pautadas, la fantástica elección de músicos e intérpretes. Lo mejor insisto, la excelente planificación, el vuelo del águila que supo ver desde arriba y dirigir tan excelsas tropas.

Para terminar voy a castigaros, queridos lectores, pues para incentivar vuestros anhelos, me guardo (hoy al menos) la identidad del tema. Quizás así busquéis la sensación que provoca el arte más allá de consumirlo.