Hoy hago un inciso, no os pongais nerviosos. Es de esos raros días en que si no hablo reviento, aunque mi sonido se reabsorba en este agujero negro del silencio.
Hoy dejaré de hablaros por una vez de silencios y gritos sordos. Porque hoy quiero hablar de sonidos, sonidos audibles, entiéndase. Concretamente de una canción.
Cualquiera puede escribir sobre una canción. Lo importante
es lo que escribas de ella. En mi caso, cuando la canción lleva días sonando en
mi cabeza y en mis oídos, se juntan necesidad y deseo cuando afronto estas
líneas. Es cuando la música te obliga finalmente a escribir cuando te das
cuenta que realmente hay algo en tu interior que se moviliza y clama por
expresarse, por decirse, por trazarse.
Que conste que no es una canción perfecta, pero se acerca.
Es resultado del buen uso de la conjunción de talento y medios, lo cual no es
siempre habitual. El planteamiento es excelente, y adoro algunas líneas tenues
que llega a marcar. Una de ellas es ese atrevimiento de reducir el
imperio de lo melódico, para dejar que se inmiscuya lo armónico y lo percusivo.
En estas músicas la melodía impera con brazo de hierro, reducir su poder y
resaltar todo el acompañamiento en igualdad de condiciones es algo transgresor y hermoso. Sí
es cierto que, en uno de sus fallos, (y en contradicción con lo anterior) pecan
de sobrecargar de elementos protagonistas el tema, cuando deberían seguir
incidiendo en ese planteamiento que habían apuntado, dejar alguna parte en la que
lo secundario fuera lo principal. Lo melódico enriquece, pero tanto canto
africano, melodía bretona, canto bretón y rap dejan poco lugar a ese silencio
melódico que no obstante llegan a dejar intuir.
También es deliciosa esa rotura armónica que hacen al
comienzo de una parte (el que lo escuche lo entiende) dentro de esa
transparencia cristalina, dentro de esa producción exquisita que casi deja
contemplar las cuerdas vocales de los cantantes, dentro de esa minuciosidad
juegan a romper lo armónico, dejar un par de acordes imprevisiblemente rotos,
¡y aciertan!
Un fallo, si así se puede nombrar, es que alcanzan el culmen
demasiado rápido, lo que se consigue en el primer minuto de canción ya no se
supera (salvo la elegancia en las últimas vueltas de ese efecto de “melodía percusiva”),
no siguen ese habitual patrón progresivo de intensidad. La diferencia es que en
este caso, no parece que hacerlo así sea intencional, sino colateral.
Y el último fallo, quizás el único real, puede que los
anteriores sean tiquismiqueces mías. Pero este no, claramente. No hay necesidad
de esos golpes rítmicos al final de la canción, con sabor ochentero-noventero,
me da igual que sean samplers, orquesta o teclado, pero ¡desprenden un aroma
rancio impropio de todo el planteamiento!
Tras lo anterior: filosofía.
¿Cómo puedo buscar algún fallo a una canción que supera los
límites de lo mejor que pueda hacer o imaginar musicalmente yo en toda mi vida?
¿Cómo me atrevo siquiera a insinuar fallos? Alguien hace una obra maestra y de
repente nosotros, todos, tenemos opinión. Y es hermoso y terrible que nos
pongamos al mismo nivel nosotros, vagos, incapaces y perezosos muchos a apuntar
errores y “falsas opiniones fundadas”. Lo malo es que lo contrario tampoco me
vale, no podemos afrontarlo con la mirada de un campesino cuando ve una
catedral… pero… ay, ¿dónde nos ubicamos?
En mi caso voy a remarcar la enorme admiración que siento,
el buen criterio general seguido, las buenas indicaciones pautadas, la
fantástica elección de músicos e intérpretes. Lo mejor insisto, la excelente
planificación, el vuelo del águila que supo ver desde arriba y dirigir tan excelsas
tropas.
Para terminar voy a castigaros, queridos lectores, pues para incentivar vuestros
anhelos, me guardo (hoy al menos) la identidad del tema. Quizás así busquéis la
sensación que provoca el arte más allá de consumirlo.